martes, 13 de diciembre de 2016

Diario de un taller de escritura. La Casa Porras

Casa Porras

Al torcer por los Grifos de San José yo encontraba enseguida la tapia del jardín trasero de la Casa de Porras. La bordeaba buscando encontrar la puerta principal en la vecina placeta. Contagiada en su nombre del nombre de la casa, la Placeta de Porras se hundía hacia la calle del Beso entre los altos muros del Carmen de los Cipreses y el del Jazmín. La calle empedrada dejaba crecer el musgo en el suelo y un espesor de hiedra en las tapias insinuaba los siempre ocultos jardines del Albaycín.
La Casa Porras amarilleaba como si se tratara de un otoño continuo. Bajo una portada de tintes renacentistas se abría un zaguán. Y tras el zaguán, un patio. Al pasar más allá del suelo alfombrado de piedra y el techo tapizado de madera, las hojas de una pilastra en el centro del patio dejaban semioculto un pequeño y callado pilar de piedra. Junto al pilar una escalera dirigía los pasos hacia la galería que repartía habitaciones en el piso de arriba.
Hasta que aquella tarde en el Taller de escritura que impartía César Requesens leí un texto  yo había pasado por la Casa de Porras como quien visita un edificio singular y admira la belleza de la galería y su castaña balaustrada asomando la madera al patio. Al terminar de leer noté que aquella habitación, tan hermosa, hay que decirlo, se me había hecho entrañable. Un sólido silencio cobijado por vigas de madera permitió que aquella voz abandonara mi cuerpo, se hiciera aire, convirtiera la estancia en espacio interior , íntimo. Mi voz ya no era la mía, era aquella que a veces me poseía. Me ocupaba. Llegada de lejos venía a veces a mí encuentro para instalarse en las palabras. Yo la respiraba, era pausada y densa...pero indómita. Se me escapaba como escapa el mercurio a la mano. No era más que la presencia de lo invisible, de lo carente de imagen, de lo desaparecido. Unas notas sin dibujo esparcidas en el pentagrama del artesonado oscuro, y austero,  instalado en aquella sala.
Cuando levanté la cabeza del texto que leía encontré más allá de la alargada mesa a César. Aplaudía sin que sus manos llegaran a producir sonido, como si quisiera, él también, prolongar el instante de una voz hipnótica, como un desprendimiento ancestral que hubiera permanecido callado en la ventana esperando el momento de encontrar el modo de ser una acogida.
La Casa Porras dejó aquél día de ser un edificio singular. Era ahora la tarde y dos ventanas enmarcando un paisaje de calles y tejas. Los jardines y los balcones del Albaycín seguían insinuando frondas dejando caer la hiedra hacia nuestras miradas.
Habíamos dejado  atrás, al entrar, aquel zaguán de piedra dando paso al patio. Las cuatro columnas...., la fuente, la escalera, la galería.
Las Cinco macetas de austeras pilastras, cada una en una esquina del patio y la otra en el centro, buscaban la luz de un cielo turbio de otoño.

sábado, 3 de diciembre de 2016


La vida la pierdo;
tan en fuga como el tiempo,
pasan y quedan los nombres hollando arenas.

Parece que va a llover

El día es tan gris, tan frío y tan solo que me abrazo a la gata buscando cobijo. Desde el sofá, tras la ventana, la gran masa de un ciprés interrumpe la continuidad de un cielo colmado de nubes. En primer plano, antes del ciprés y casi pegada a los cristales, una endeble adelfilla sufre con hojas amarillas los rigores del otoño. A la derecha, tras la puerta de acceso a la terraza, tiemblan sin flores ya, las hojas de un jazmín chino.
    Yo sabía que la terraza, inclemente en noviembre, estaba casi desierta de plantas. Yo misma las había puesto a resguardo en el rincón próximo al patio de la cocina. Mis plantas, llegadas en su mayoría del suave clima de la costa mediterránea, no llevaban bien las extremas temperaturas de las madrugadas granadinas. Era, seguramente, un loco empeño mío pretender desarrollar en el exterior de la casa las hojas de una alocasia, o anhelar limones todo el año de un limonero lunero plantado en una maceta. Era un demente deseo, sí, el que me movía a traer más tierra, más tiestos, más plantas. Así era siempre en primavera. 
      Ahora es otoño y la mañana gris. La terraza es un amplio vacío hacia la baranda. Yo me refugio en el abrazo de la gata. No lo veo, pero sé que bajo esa baranda, higuera del jardín vecino se mantiene verde aún. Las hojas de un granado buscan tonos ocres y comienzan a escasear. No lo veo, pero sé que si levanto la mirada al frente , en el bosque de la Alhambra, sobre un verde que se resiste a desaparecer, aparecen vivas manchas rojas, anaranjados tintes, amarillas frondas. Cuántos años mi mirada condicionada por un imaginario infantil y cargado de prejuicios me ha impedido ver el asalto de color bajo los cielos apagados de otoño.
            La colina de la Alhambra, más allá de las estaciones y mi terraza, baja helada desde la Torre de la Vela hacia las Torres Bermejas . Continúa, cercando jardines, hasta el Carmen del Maurón. Deja caer tejados y muros acorralando calles hasta descansar en Plaza Nueva y retomar con tejas la subida a la colina enfrentada, la del Albaycín.
Parece que va a llover. El cielo no se decide.
     

jueves, 15 de enero de 2015

Nunca más

Sus amigos más íntimos sabían que la palabra "siempre" tenía para Austin una tonalidad sombría.No lo dejaba nunca indiferente. Una especie de aburrimiento semejante a la vida eterna lo invadía. Aquel Paraíso que le dibujaron en la infancia, un paraíso asolado de ausencias y habitado por una sola presencia (infinita o divina) por los siglos de los siglos...Toda una vida eterna contemplativa.
Pero ahora la cosa había dado un giro. Alguién pronunció un "nunca más". ¿Era esa la misma muerte, la misma eternidad del "siempre"?
En última instancia eran el fin de la alternancia. Ni día ni noche. Ni invierno ni verano. Un todo igual, una condena a la penumbra o una cadena al sol. El infierno y el paraíso eran un "siempre" o un "nunca más".

Austin no sabía ahora si Lo Peor era que Aquiles persiguiera "siempre" a la tortuga para no alcanzarla o no la persiguiera o rebasara "nunca más".